El fascinum: el talismán fálico de los romanos.

Si alguna vez sus pasos le llevan a la ciudad de Nápoles, además de comerse una buena pizza margarita (la típica de la región) y visitar Pompeya, le recomiendo vivamente pasarse por el Museo Arqueológico Nacional. Este vetusto edificio guarda las maravillas que se llevan rescatando desde hace doscientos cincuenta años en las ciudades que sepultó el Vesubio en el siglo I d. C. En una parte del recorrido descubrirá el «Gabinetto segreto». Seguramente un nombre tan enigmático bastará para despertar su curiosidad, pero yo, por si acaso, le invito a entrar. Y es que dentro se llevará una notable sorpresa. Y no me refiero con ello a la escultura en mármol de tamaño natural de un fauno trajinándose a una cabra (¡Tiene tela la cosa!), sino a la impresionante colección de falos con la que se va a topar allá donde deposite la vista. Hay penes de todas clases, de todos los tamaños y fabricados en todo tipo de materiales. ¿Qué demonios les pasaba a los romanos? ¿Eran una panda de pervertidos? ¿Tan obsesionados estaban con el sexo? Pues sí, la verdad es que cuando uno estudia la cultura romana llega a la conclusión de que parece que no pensaban en otra cosa. Ahora bien, viendo el uso que nuestra sociedad hace de la mayor revolución de la historia en el ámbito de las comunicaciones (hace poco leí que había mas de 500 millones de páginas de Internet con contenido erótico), no estamos para llamar obseso sexual a nadie, ni para escandalizarnos cual señorona del siglo XIX. Es más, en defensa de los romanos cabe que decir que la mayoría de los manubrios que se exhiben en el «Gabinetto segreto», al contrario que nuestro uso compulsivo de lo último en tecnología audiovisual, nada tienen que ver con intenciones lúbricas, sino con algo mucho más importante: la suerte, o mejor dicho, la mala suerte.

La palabra superstición tiene unas connotaciones tan negativas que hacen que la liguemos a la falta de formación y a la ignorancia. Nos burlamos del supersticioso por su ingenua credulidad y, sin embargo, nosotros, igual que los franceses, seguimos deseando «mierda» y no «suerte» al actor que se sube al escenario. Los anglosajones le desean que se rompa una pierna. Los alemanes son más drásticos y esperan que se parta además el cuello. Los italianos dicen no sé que rollo de la boca de un lobo que nunca he entendido. Conozco a más de uno (servidor incluido) que, por si acaso, siempre toca madera cuando habla de planes futuros, y ¿quién camina por debajo de una escalera, si puede evitarlo? ¿Son rituales que repetimos de manera automática sin pensar en su significado? ¿Supersticiones en las que ya nadie cree? ¡Y un cuerno! Si uno busca en google «curar el mal de ojo» se topará con más de 400 000 resultados. Esto sorprende, sobre todo porque las ideologías dominantes en nuestras sociedades señalan este tipo de creencias como embustes. La ciencia niega rotundamente que tal o cuál ritual pueda atraer la mala suerte y las religiones monoteístas, al menos oficialmente en la mayoría de sus variantes, rechazan la posibilidad de que una persona pueda echar mal de ojo a otra. Sin embargo, parece que no acabamos de creérnoslo. ¿Por qué será?

Si esto es así hoy, imaginemos como debía de ser en una sociedad donde no había distinción entre religión y ciencia, algo que solo se empezó a atisbar con la Ilustración, y donde los cultos oficiales sostenían que existían todo tipo de fórmulas mágicas y encantamientos para protegerse de la mala fortuna o procurársela al enemigo. Solo entonces empezaremos a comprender por qué los romanos vivían tan obsesionados con la posibilidad de que alguien les arruinara la vida con algún tipo de brujería. Cualquiera podía echarte mal de ojo (el gran peligro) y amargarte para siempre la existencia: los enemigos, los esclavos, los rivales, los desconocidos y las excompañeras de cama. Buena prueba de la popularidad de los sortilegios maléficos para atraer calamidades sobre el prójimo son las tabellae defixionum. Estas formaban parte de un rito de lo que llamaríamos magia negra que consistía en escribir en una lámina de plomo el nombre de la persona a la que querías arruinar la vida (Alguna tablilla tiene toda una lista de víctimas. Hay gente que odia a destajo), detallando, si eras imaginativo o especialmente rencoroso, qué desgracias específicas le deseabas (por ejemplo, la muerte o que se le pudriesen los genitales) y solicitando a los dioses infernales que te hiciesen el favor de hacerse cargo de la tarea. Después tirabas la tabella a un pozo o la enterrabas, preferentemente en una tumba, y te sentabas a esperar a que el encantamiento surtiese efecto. Un clásico son las tablillas de maldición cerca de lugares de baño en las que se solicitan todo tipo de males para el ladronzuelo avispado que se llevó la ropa o las sandalias del indignado autor de la tabella, cuando este estaba en el agua. Y es que los romanos se tomaban tan en serio los rituales mágicos que en la Ley de las Doce Tablas, piedra fundacional del derecho romano, ya se castiga lo que en ella se llama mala carmina incantare, literalmente «lanzar cantos malos». Con ello no se aludía a los intérpretes de trap, que ahí nos harían falta hoy un par de leyes, sino a los encantamientos.

Si te crías en una sociedad así, es normal que andes un poco paranoico con estos temas, pero es que la cosa era mucho peor. Para echar mal de ojo a una persona ni siquiera hacía falta que la odiaras. Como veremos más abajo, te podía salir sin querer, como un estornudo o un tic en el ojo. Un amigo podía lanzar una maldición a otro involuntariamente o incluso unos padres a su hijo. Hasta se creía que algunos animales tenían la capacidad de aojar a una persona. Literalmente no te podías fiar ni de tu madre.

Los romanos llamaban a los hechizos y encantamientos malignos fascinatio, palabra de la que proviene «fascinación» y la verdad es que tiene bastante sentido, porque cuando algo nos fascina, no podemos dejar de mirarlo o de pensar en ello. Nos interesa, nos atrae y nos hechiza, como si fuésemos víctimas de un embrujo. La palabra fascinatio está emparentada (Pascal Quignard dixit) con la fascia pectoralis, una especie de sujetador que utilizaban las mujeres romanas (en este caso se entiende mejor la fascinación), y con los fasces, los haces de varillas anudadas que portaban los líctores, la simbólica guardia personal que acompañaba a los máximos magistrados del Estado. De fasces viene fascismo, por lo que en un momentito la etimología nos ha explicado de dónde procede la fascinación que ejerce el fascismo y por qué tiene esa capacidad para embrujar a tanto despistado.

Lanzar un mal de ojo se dice en latín invidere, literalmente «ver contra» o «mirar en contra de» alguien o de algo. De invidere se deriva invidia, la envidia, y he aquí lo pavoroso: los romanos, como muchas otras culturas, consideraban que la envidia, por muy sana que fuese, podía causar mal de ojo. De ahí, justo de ahí mismito, viene toda su paranoia en este asunto, porque su relación con la envidia vuelve al mal de ojo absolutamente incontrolable. Comportarse con humildad ante los triunfos y los elogios, costumbre que, ¿por qué será?, sigue siendo norma social hasta hoy, era una manera de intentar torear la envidia. Sin embargo, resultaba un método tan poco fiable como el de Ogino. Además, podía provocar todavía más celos y su parte alícuota de mal de ojo, ya que, encima de irte bien en la vida, resultaba que eras modesto, así que toma ración doble de envidia.

¿Qué hacer entonces? ¿Cómo no volverse loco pensando que tu vecino del cuarto, el panadero, tu peor enemigo, un señor que pasa por la calle o tu propia madre te pueden echar una fascinatio de la leche y hacer que te arruines, se te caigan todos los dientes o se te pudran los genitales? ¿Cómo defenderse de tanta mala baba y envidia que hay por el mundo? Afortunadamente para su salud mental, los romanos contaban con numerosos talismanes para protegerse del mal de ojo: el ámbar, algunas piedras preciosas, lo que llamaban la manus fica… pero nada, absolutamente nada, era tan efectivo, nada tenía una eficacia tan garantizada y nada era tan popular para defenderse de la fascinatio como el fascinum (o fascinus). ¿Y qué era el fascinum? Pues ni más ni menos que un pedazo de verga de agarrate y no te menees. Y es que el fascinum no era una triste mentula blandurria y deprimida, ni mucho menos, sino un falo erecto en todo su esplendor sanguíneo. ¿Cómo te quedas?

Pues así es. Por raro que pueda parecer, los romanos estaban firmemente convencidos de que el fascinum tenía unas inigualables virtudes apotropaicas. Plinio llega, por ejemplo, a llamar al manubrio erecto «médico contra la envidia» y por eso, cada vez que podían, te cascaban una tranca allí donde menos te lo esperabas. Para empezar se colocaba en las puertas de las viviendas, a fin de evitar que el mal de ojo entrara en la casa. Muy conocido es el relieve de un fascinum que luce junto a la entrada de una panadería de Pompeya, al que adorna la inscripción Hic habitat felicitas («Aquí habita la felicidad») o el extrañísimo fascinum, surgido de vaya usted a saber qué fantasía onírica, esculpido en un sillar de Leptis Magna. En España, uno de los ejemplares más famosos está en Uxama, cerca de Burgo de Osma. Durante mucho tiempo se pensó que adornaba la puerta del prostíbulo de la ciudad. No sabemos para qué se utilizaba el edificio, pero lo que está claro es que estaba a salvo del mal de ojo.

https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Rilievo_con_fallo_e_iscrizione_%27hic_habitat_felicitas%27,_da_panificio_dell%27insula_della_casa_di_pansa,_I_sec_dc,_27741.JPG
Fascinum hallado en la puerta de una panadería de Pompeya. Foto: Wikipedia Creative Commons

Sin embargo, colocar un enorme trasto en el umbral de tu puerta no bastaba. ¿Qué pasa si la fascinatio entra por una ventana? ¿Qué haces entonces, listillo? Pues no hay problema, basta con seguir distribuyendo vergas erguidas por todo el hogar. Buena prueba de ello son los frescos de las casas de Pompeya, que están llenos de señores, sátiros y faunos provistos de falos de tamaño descomunal. Si esto no te resultaba suficiente, siempre podías comprar unas cuantas lucernas, las lámparas de aceite que servían para dar luz en las casas, con forma de geniecillo con un desproporcionado miembro viril o, al menos, decoradas con la imagen de algún pene que otro.

Esto lo podías combinar con unas cuantas esculturas fálicas sabiamente distribuidas por las habitaciones y, si lo que temías era que el mal de ojo se arrimase a tu comida, siempre podías pintar algún pene en el menaje de tu hogar: en las jarras, por ejemplo, o en el recipiente en el que guardabas el trigo. (En este enlace encontrará un magnífico artículo sobre fascina en cerámicas de época romana de la Península Ibérica) Tampoco es tan raro, los baños de caballeros de los bares de buena parte del mundo están llenos de todo tipo de falos pintados a rotulador y todavía no he oído a nadie quejarse.

Leptis magna
Este relieve de Leptis Magna, en Libia, es una reinterpretación de un motivo muy popular: un ojo (el mal de ojo) es atacado por animales salvajes, cazadores y/o gladiadores. En este caso vemos un fascinum provisto de un pene que está eyaculando sobre el mal de ojo, el cual es además atacado por un escorpión. Una cosa así no la verá ni en Pornhub.
(Foto: Wikipedia, https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Brothel_sign_Leptis_Magna_kamiox.jpg)

Pero si con esto no te bastaba para sentirte seguro, siempre podías colgar unos cuantos tintinnabula en tu santo hogar. ¿Que qué es un tintinnabulum? ¿Ha visto alguna vez alguno de esos móviles decorativos tan pijos con tubitos de metal que, al soplar el viento, entrechocan emitiendo un agradable sonido que es ideal para darle un toque zen a la vivienda de hoy? Pues es justo eso, solo que en vez de tubitos, el tintinnabulum tenía campanillas…. y algún que otro manubrio empalmado. Es en estos artefactos (también en las estatuillas fálicas y en los colgantes) donde la creatividad romana para representar el fascinum se dispara. Y es que a los orfebres a menudo no les bastaba con forjar un cacharro bien tieso, sino que además le ponían unas patitas (por ejemplo, de león), como si fuese un animal muy común de los bosques de Licia. También le ponían un rabo (una cola de animal, no sea mal pensado) …. que no pocas veces sustituían por un pene. Como remate final, no era raro que colocasen la figura de una mujer desnuda cabalgando encima del fascinum para darle un poco de alegría al asunto. Otra posibilidad era adornarlo con unas alitas, pues le conferían un toque muy «cuqui» al instrumento. Y de ahí a sustituir las patitas de león por garras de águila había solo un paso, por eso de que la anatomía de ese extraño animal fálico no resultase incoherente, no fuese que alguno considerase el conjunto absurdamente fantasioso. Si pulsa aquí puede ver la reproducción de un ejemplar del siglo I d.C hallado en Inglaterra.

Tintinnabulum
Tintinnabulum pompeyano. Foto: Wikipedia, Kim Traynor, CC BY-SA 3.0

Todo esto estaba muy bien y bastaba para que cualquier romano de bien se sintiese resguardado de males de ojo y sortilegios maléficos en su hogar gracias a la apotropaica labor de un ejército de penes. Pero había que salir de casa. ¿Qué hacer con el envidioso de Publio, que no puede soportar que mi carnicería vaya mucho mejor que su negocio de lana? ¿Cómo protegerse de la maléfica mirada de Lucio, al que sé muy bien que le encantaría que me muriera para casarse con mi mujer? Ningún problema. Solo hay que proveerse de un fascinum portátil. Una posibilidad consistía en llevar un anillo con la imagen de un trasto, pero parece que lo más habitual era recurrir a los colgantes con formas fálicas. Para aquellos que se dedicaban a profesiones de riesgo, como los soldados o los gladiadores, se trataba de un complemento indispensable de su look de trabajo. Ahora bien, si había un estrato de población necesitado de protección mágica, esos eran los niños. Por un lado, los romanos creían que los chiquillos eran especialmente propensos a sufrir el mal de ojo, una idea que quizás se derivaba de las escalofriantes tasas de mortalidad infantil que había entonces (y que en realidad ha habido en todo Occidente hasta hace cuatro días). Por otro, ¿a quién deseamos proteger más que a nuestros propios hijos? Por eso, todos los varones romanos recibían en su noveno día de vida una bulla: un medallón o un saquito que portaban en el cuello y que contenía diferentes amuletos. ¿Y qué no podía faltar en una bulla que aspirase a ser mínimamente efectiva? ¡Exactamente, un fascinum! ¡Premio para la señorita de gafas del fondo!

Habrá quien piense que esto eran supercherías del folclore popular, pero no era así, en absoluto. El culto al poder apotropaico del fascinum estaba firmemente instalado en la religión oficial. De hecho, existía un fascinum populi romani, lo que traducido sería el «falo erecto del pueblo romano». Suena un poco raro que el conjunto de los ciudadanos fuesen propietarios de un único manubrio empalmado, pero si cada varón tenía el suyo, ¿por qué el Estado no podía contar con uno propio? Es más, ¿quién podía respetar a un Estado eunuco? ¿Y quién mejor que las vestales, guardianas del fuego sagrado de Roma, para custodiar la imagen también sagrada del falo de la urbs? La verdad es que resulta algo morbosillo el hecho de que fuesen precisamente unas sacerdotisas vírgenes las encargadas de velar por el culto a una imagen de un pene erecto. De hecho, los romanos se tomaban muy en serio los votos de castidad de estas señoritas. El castigo para una vestal que se diese una alegría era enterrarla viva, así, a lo radical. Bromas con esto no hacían ninguna. Sin embargo, tiene sentido, pues las vestales eran las encargadas de custodiar los sacra de la ciudad, es decir, los objetos sagrados cuyo poder mágico aseguraba la conservación de Roma. Y es que, como habrá supuesto, el fascinum también estaba relacionado con el culto a la fertilidad. En realidad, ahuyentar la fascinatio e invocar la fecundidad, son las dos caras de la misma moneda. Para que una sociedad o una familia crezca y prospere, necesita alejar de sí el mal de ojo y, al protegernos de la influencia de las fuerzas destructoras, estamos promoviendo la abundancia en nuestras vidas.

Este culto oficial al fascinum estaba presente, por ejemplo, durante la celebración del triunfo. Esta espectacular ceremonia era el máximo honor que el Senado podía conceder a un general victorioso que había completado con éxito una campaña militar. Consistía en un desfile por las calles de Roma en el que, entre las aclamaciones de los espectadores, el general en cuestión se paseaba montado en una cuadriga disfrazado de la estatua de Iuppiter Optimus Maximus, la deidad más importante del panteón romano, que se encontraba en el Capitolio. Sus tropas, las riquezas que había capturado como botín y los prisioneros que había hecho y que pronto serían vendidos como esclavos le acompañaban en esta marcha. Además se exhibían carteles con los nombres de las ciudades conquistadas y las batallas ganadas. Encabezar un triunfo era convertirte en dios por un día, así que si el Senado te concedía semejante privilegio, ya te podías morir tranquilo. Más alto no ibas llegar. Eso sí, semejante baño de masas suscitaba unas envidias tan horrorosas como multitudinarias. Por eso las vestales, previsoras ellas, colocaban un fascinum en la cuadriga del homenajeado, no fuera que, de tanto mal de ojo que atraía, le fuera a dar un «patatús» nada más empezar el desfile. Aquí puede ver el triunfo celebrado por César que aparece en la serie Roma. Se le pueden poner un buen número de pegas, pero sirve para hacerse una idea de cómo era el ambientillo de esta rave party religioso-militar.

Las vestales y el fascinum también tenían un papel importante durante las Liberalia, unas fiestas celebradas en un honor de Liber Pater, un dios de las fertilidad que se acabaría fundiendo con Dionisos. Durante estos fastos, las sacerdotisas vírgenes paseaban en procesión la imagen de un inmenso manubrio a fin de proteger las cosechas del poder destructivo de la fascinatio.

Ahora bien, la pregunta es ¿qué les pasaba a los romanos para creer que no había mejor manera de resguardarse del mal de ojo que rodearse de cacharros erectos? Para empecer hay que decir que quizás pueda parecer una costumbre absurda, pero no es más ridícula que pretender librarse de la mala fortuna procurándose una herradura o dejando cojo a un pobre conejo. La explicación que se suele dar es que en Roma, pese a lo que acabamos de ver, el falo erecto era un tabú. Como en la mayoría de las culturas, era considerado algo obsceno e indecente que no debía mostrarse en público. La desnudez no causaba ningún escándalo, pero las erecciones sí. Por eso, como podemos contemplar en los museos, no había problema alguno en representar a un hombre como su madre le trajo al mundo. Eso sí, siempre parece que el modelo se dio una ducha fría antes de ponerse a posar. Por cierto, resulta llamativa la pervivencia de este tabú hasta hoy. Dejando a un lado el llamado “cine para adultos”, puedo recordar unos cuantos desnudos femeninos en la gran pantalla, algunos menos masculinos, pero, ahora mismo, no sé me ocurre ni una sola película en la que se muestre a un actor en todo su esplendor fálico. Parece que en nuestra sociedad la irrigación sanguínea de las partes pudendas masculinas marca el límite entre el arte y la pornografía. ¿Y qué decir de las erecciones involuntarias? ¿Qué varón no se ha visto obligado alguna vez a quedarse un ratito más en la piscina, no fuera que el bulto que le acababa de aparecer en el bañador provocase la burla y la condena social de los que le rodeaban en ese momento? Pero bueno, volviendo al tema, la idea es que ante una imagen tan obscena había que retirar la vista y eso es lo que se esperaba que hiciese el mal de ojo (un ojo que ve): mirar hacia otro lado. La paradoja es que el mismo tabú que exigía no mostrar en público jamás el fascinum, era la causa de la proliferación inflacionaria de sexos masculinos erguidos.

Otra hipótesis es la que acude a la costumbre de los romanos de recurrir al juego y al humor para enfrentarse a aquello que los espantaba. Igual que nosotros hacemos chistes en los entierros, ellos trataban de desarmar los peligros potenciales aludiendo a ellos de manera jocosa y lúdica. La idea, por así decir, sería tratar de provocar la carcajada al mal de ojo para que no te atacara, igual que uno podría pretender hacer reír a un asaltante que te apunta con una pistola en un callejón oscuro para caerle mejor y que no te dispare. Como nada había que les hiciese más gracia a los romanos que los chistes verdes y las referencias sexuales, consideraban el fascinum el remedio ideal contra la fascinatio.

Hay que reconocer, sin embargo, que nunca sabremos a ciencia cierta por qué atribuían al fascinum esas inigualables virtudes apotropaicas, aunque la explicación tal vez podría estar en un lugar muy diferente, muy pero que muy lejos de Roma. A unos 7 000 kilómetros de Italia se encuentra un paisito que limita con la India y con China: Bután. Pues si se da un paseo por sus pueblos y ciudades se dará cuenta de que hay un motivo decorativo que se repite una y otra vez: adivine cuál. En las fachadas de los edificios, en los aleros de los tejados e incluso en los vehículos, se propaga como una plaga el mismo recurso ornamental: el falo erecto. Y su función es la mismita que la del fascinum: ahuyentar los malos espíritus y los demonios. Al parecer es una creencia que se remonta a épocas anteriores a la expansión del budismo, religión que llegó a la zona hace unos 1 400 años y es la mayoritaria en el país. ¿Cómo es posible que dos culturas separadas por miles de kilómetros y que jamás tuvieron contacto alguno llegaran a la misma conclusión de que no hay mejor talismán en el mundo que un pedazo de instrumento en todo su vigor sanguíneo? Solo se me ocurren dos explicaciones. Por un lado, podría ser que nuestros ancestros ya creyeran en el poder apotropaico del fascinum, aunque no lo llamaran así, cuando salieron de África hace unos 60 000 años para poblar el resto del globo terráqueo. Pero entonces, ¿por qué solo romanos y butaneses (o butaneros, no sé muy bien cómo se dice) mantuvieron la fe en el falo erecto? ¿Por qué al resto de las culturas del mundo se nos olvidó?

Butan decoración fálica
Decoración fálica en la fachada de un edificio de un pueblo cercano al templo de Chimi Lhakhang en Bután. Foto: Wikipedia / Once in a Lifetime Journey https://www.onceinalifetimejourney.com/itineraries/central-north-asia/9-day-journey-through-bhutan-with-amankora/ Creative Commons Atribuição-CompartilhaIgual 4.0 Internaciona

Otra posibilidad es que en Roma y en Bután, cada uno por su lado y de manera empírica, hubiesen llegado a la conclusión de que el fascinum funciona de verdad y de que no existe nada mejor que la imagen de un pene empalmado para ahuyentar las envidias, el mal de ojo y la mala suerte y, como el panadero de Pompeya, poder decir de nuestra casa «aquí habita la felicidad». Eso significaría que la nuestra es una sociedad de imbéciles obsesos sexuales que están utilizando quinientos millones de páginas pornográficas para el asunto equivocado, cuando ahora mismo podríamos estar nadando cómodamente en la abundancia, bendecidos por la fortuna. Un pensamiento inquietante, ¿no? Si alguna vez se topa por casualidad con Rocco Siffredi, hágame el favor de contarle todo esto de mi parte. A ver qué opina él.

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