13 de mayo de 1940. Un viejo rechoncho se pone en pie para dirigirse a una asamblea expectante. Winston Churchill se prepara para pronunciar su primer discurso como jefe de gobierno en la Cámara de los Comunes. Sus palabras serán radiadas a todo el país por la BBC. Apenas tres días antes el rey le había encomendado la tarea de encabezar un nuevo gobierno de concentración, tras la dimisión del anterior premier, Neville Chamberlain y la negativa de Halifax a asumir el cargo. Churchill ni siquiera había sido la primera opción, pero cualquier alternativa era mejor que continuar como antes. Chamberlain, un economista insulso y arrogante que creía que saber de números equivalía a saber de política internacional, había sido el perfecto tonto útil. Durante años había pensado que la diplomacia consistía en intercambiar concesiones por promesas rotas. Ello solo había servido para envalentonar a Hitler. Siguiendo lo que se llamó política de apaciguamiento, en Múnich en 1938 no había tenido inconveniente en entregar los Sudetes a Alemania. A cambio de la mutilación de Checoslovaquia, había obtenido del Führer la promesa de que esa sería su última reclamación territorial. Ni Chamberlain ni su ominoso ministro de Exteriores Halifax consultaron siquiera al gobierno de Praga. Seis meses más tarde Alemania ocupaba la actual República Checa y creaba un Estado satélite en Eslovaquia. “Nuestros oponentes son unos pequeños gusanos”, diría el Führer. “Lo vi en Múnich”. Ni siquiera esto le sirvió de lección a Chamberlein. Cuando pocos meses después Hitler empezó a reclamar el pasillo de Danzig, el premier británico trató de apaciguarle ofreciéndole créditos a bajo interés.

A decir verdad, el nuevo primer ministro tampoco había destacado hasta ahora por su eficiencia. En realidad, la carrera de este niño pijo de familia aristocrática estaba jalonada de sonoros fracasos. Había empezado en el Partido Conservador, para luego pasarse a las filas liberales y escalar hasta el puesto de primer lord del Almirantazgo, cargo en el que se encontraba cuando estalló la Primera Guerra Mundial. Los más de 45.000 soldados británicos, australianos y neozelandeses que murieron para nada en el desembarco de Galípoli habrían de lamentarlo. Churchill, contra la opinión de varios altos mandos, había promovido una operación que se saldaría con una retirada y un abrumador descalabro. Después de la guerra se reintegró en el Partido Conservador y en 1924 se convirtió en ministro de Hacienda. Como tal, se encargó de supervisar la vuelta del Reino Unido al patrón oro, medida que originaría una deflación, altas tasas de desempleo y una huelga general en todo el país. En realidad, si no hubiese estallado la Segunda Guerra Mundial, Churchill habría pasado a la Historia como un político incompetente y anodino. De hecho, a principio de los años 30 su propio partido lo había orillado hasta la irrelevancia, no por sus fracasos, que en la endogámica clase política inglesa siempre se perdonan a los de buena cuna, sino por su tendencia a llevar la contraria a sus compañeros de formación. Pero todo empezó a cambiar con el ascenso de Hitler al poder. Churchill siempre destacó por su rabioso anticomunismo, lo que le había llevado a elogiar alguna vez a Mussolini, pero en la década de los treinta fue una de las poquísimas voces dentro de la élite política británica que señaló el peligro que constituía el rearme alemán, abogando hasta la indignación por una estrategia radicalmente contraria al apaciguamiento. En 1938, fue uno de los escasos diputados que se opuso a los Acuerdos de Múnich: “Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra…” le espetó a Chamberlain. “Elegisteis el deshonor y ahora tendréis la guerra”.
Sin duda, sus dotes de orador y, sobre todo, esa distinción de enemigo a ultranza del Nacionalsocialismo desde la primera hora estaban entre las principales razones para su elección como primer ministro. Ahora más que nunca había que mostrar espíritu de resistencia. Empezaban a hacer falta buenas noticias y, sin embargo, estas tardarían muchos meses en llegar. Alemania había conquistado con facilidad Polonia; había firmado un tratado de no agresión con la URSS; había ocupado Dinamarca y avanzaba por Noruega. Franceses y británicos habían enviado un ejército expedicionario en ayuda del país, pero no estaban pudiendo impedir que los noruegos fuesen barridos.
En el Frente Oeste, el principal escenario de la guerra en ese momento, la situación también era delicada. Los alemanes habían iniciado las operaciones el 10 de mayo y prácticamente habían conquistado toda Holanda y buena parte de Bélgica. El ejército franco-británico había respondido entrando en la hasta entonces neutral Bélgica para impedir que el país cayese en manos de Hitler. Lo que ni Churchill ni el alto mando francés o británco sabían era que eso era precisamente lo que deseaban los alemanes. Los aliados estaban aún lejos de comprender que se estaba gestando una descomunal catástrofe. Y es que mientras Churchill se preparaba para dirigirse a los diputados de la Cámara de los Comunes, la punta de lanza de la ofensiva alemana, formada por siete divisiones blindadas, estaba empezando a emerger, por fin, de los bosques de las Ardenas. Esta maniobra inesperada (el Sichelschnitt o “corte de hoz” ideado por el general Manstein) acabaría embolsando a todas las tropas británicas y belgas y a lo mejor de las franceses en Dunkerque. Lo peor de la guerra para el Reino Unido estaba aún por llegar
En este contexto, la frase que ha hecho famoso este discurso (“Solo puedo prometeros sangre, sudor, esfuerzo y lágrimas”) adquiere una relevancia profética. Al principio de su alocución Churchill hizo referencia al carácter urgente y necesariamente improvisado que estaba teniendo la formación del nuevo ejecutivo, para luego pasar a la que es la parte medular del texto. El nuevo primer ministro podría haber apelado al optimismo, podría haber hecho referencia al poderío del Imperio Británico, podría haber realizado llamamientos a la calma y a la tranquilidad, pero no era el momento de apaciguar los ánimos de sus oyentes.
Muy al contrario, apostó por presentar a su audiencia la realidad sin afeites ni maquillajes. No hay vanas ilusiones ni mentiras piadosas en sus palabras, porque para poder resistir lo que quedaba por delante se necesitaban espíritus duros como el hierro, forjados a golpe de crudas realidades. Solo así se evitaría que se derrumbaran ante los retos que estaban por venir.
A partir de ahí Churchill plantea y desarrolla la idea que constituye el núcleo de su discurso: la absoluta determinación a proseguir la lucha. En una guerra no se puede controlar la suerte en las batallas ni las decisiones del enemigo ni la puntería de los soldados, por eso, Churchill venía a decir con sus palabras que toda la estrategia bélica debía basarse en una variable que sí estaba en manos de los británicos: un ferviente espíritu de resistencia frente a cualquier desafío y cualquier derrota. Solo había que pensar en luchar, luchar y luchar contra el enemigo, contra la desesperación e incluso contra la lógica, si era necesario. Esta enérgica y decidida voluntad de victoria llevaría al triunfo. Solo había que convencerse de ello.
Pero, ¿por qué habría de ser cierto? ¿Por qué un irredento espíritu de combate habría de conducir inapelablemente a la victoria? Porque no había otra opción. Sin victoria no habría supervivencia. Ese es el giro genial del discurso. El nuevo premier les estaba diciendo a sus compatriotas: lucharéis sin claudicar nunca, no porque seáis más poderosos o mejores, sino porque no tenéis alternativa. Esa es vuestra fuerza. El gobierno, el ejército y los millones de ciudadanos que estaban escuchando a Churchill ya solo podían elegir la resistencia a ultranza, porque cualquier otra cosa significaría la extinción. El primer ministro invocaba así una verdad que desde el principio de los tiempos todos los habitantes de una ciudad asediada, todo enfermo deshauciado y todo estómago vacío han sospechado: no hay fuerza más poderosa en el mundo que la desesperación. No es la fe la que mueve montañas, sino los hombres y mujeres que contra todo pronóstico se niegan a perder la esperanza, simplemente porque no tienen alternativa.
Cinco largos años de guerra acabarían dándole la razón.
He preferido eliminar la primera parte del discurso, que hoy tiene más interés para el anticuario que para el lector medio. Les dejo aquí la segunda parte de la arenga de Churchill:
“…. estamos en la fase preliminar de una de las mayores batallas de la historia. Nos encontramos en acción en muchos otros lugares –en Noruega y en Holanda– y tenemos que estar preparados en el Mediterráneo. La batalla aérea continúa y en el ámbito nacional deben hacerse todavía muchos preparativos.
En esta crisis creo que se me perdonará que no me dirija hoy extensamente a esta Cámara, y espero que cualquiera de mis amigos y colegas o antiguos colegas afectados por la reestructuración política sean indulgentes con la falta de ceremonia con que ha sido necesario actuar.
Diré a esta Cámara lo que les he dicho a los ministros que se han unido a este gobierno: no puedo ofrecer otra cosa más que sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas. Tenemos ante nosotros una prueba de la especie más dolorosa. Tenemos ante nosotros muchos, muchos meses de lucha y sufrimiento.
Me preguntan: ¿cuál es nuestra política? Respondo que es librar la guerra por tierra, mar y aire. La guerra con toda nuestra voluntad y toda la fuerza que Dios nos ha dado, y librar la guerra contra una monstruosa tiranía sin igual en el oscuro y lamentable catálogo de los crímenes de los hombres. Ésta es nuestra política.
Me preguntan: ¿cuál es nuestro objetivo? Puedo contestar con una palabra. Es la victoria. La victoria a toda costa, la victoria a pesar de todos los terrores, la victoria, por largo y duro que pueda ser el camino, porque sin victoria no habrá supervivencia.
Ténganlo por seguro. No habrá supervivencia para el Imperio Británico, no habrá supervivencia para todo aquello que ha representado el Imperio Británico, no habrá supervivencia para el estímulo y el impulso de las épocas para que la humanidad avance hacia sus metas. Emprendo mi tarea con optimismo y esperanza. Estoy seguro de que nuestra causa no sufrirá el fracaso.
Me considero con derecho en esta coyuntura, en este momento, a reclamar la ayuda de todos y decir: ¡Vamos, avancemos juntos con nuestra fuerza!”
Les dejo aquí el discurso original de Churchill:
Y la escena correspondiente de la película La hora más oscura (1917)